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“Milpa Alta y Su Lucha Comunal”

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Mayo 23 _ 24 17:00h

sábado, octubre 17, 2009

Las creencias como factor criminógeno-

"Me gustaría no haberlo hecho, no haber tirado toda mi juventud y haber quitado la vida tan injustamente a una persona", declara Rabadán en el documental.
"Disparé varias flechas para que no sufriera, porque yo lo quería. Me cuesta mucho explicar lo que sentí.

Estoy seguro de que si existiese otra vida, mi padre me perdonaría sabiendo todo el mal que había hecho a mi familia".

El Caso Rabadán

Una noche, el espectro de Matías Rabadán desapareció de las pesadillas de su hijo Andrés.

Matías llevaba ya más de cinco año muerto.

Su hijo pequeño le había matado disparándole flechas con una ballesta y, desde entonces, su figura cadavérica asediaba el sueño del joven parricida. Andrés Rabadán, el menor de tres hermanos, fue declarado inimputable por una muerte cometida bajo la influencia de un brote psicótico y condenado a una medida de seguridad privativa de libertad.

Le bautizaron como "el asesino de la ballesta" o "el loco de la ballesta" y le impusieron 20 años de internamiento.

Han pasado 14 años y hace ya mucho tiempo que Andrés Rabadán soñó que el espectro de su padre dejaba de perseguirle.

Una madrugada, así lo cuenta él, se encontraron cara a cara, se abrazaron y cada uno siguió su camino

Rabadán (Premià de Mar, 1973) habla sin dramatismos de cómo mató a su padre.

Después de 14 años de internamiento en los módulos psiquiátricos de diversas cárceles de Cataluña -como Brians, La Modelo o Quatre Camins- dice que puede reconstruir aquel horror con distancia, como si hablara de otra persona, y que mentiría si dijera que hoy le duele.

"Durante muchos años tuve pesadillas terribles. Estaba trastornado. Los médicos hurgaron mucho en mí, y eso fue muy doloroso, lloraba sin parar; pero ahora puedo hablar de aquello como si yo fuera otra persona".

Lo cuenta un sábado al mediodía en una cabina de comunicación de la cárcel Modelo de Barcelona, donde lleva un año internado. Forma parte de una sala que se divide en pequeños cuartos separados por rejas y cristal.

El griterío de las familias (la mayoría, de inmigrantes) obliga a hablar alto y a escuchar pegando la oreja al cristal.

Los presos y sus visitantes manosean los cristales buscando un imposible cuerpo a cuerpo.

Hay niños, algunos con globos. Su inocencia se agradece en un pasillo de muros amarillos y rejas verdes.

Los funcionarios exigen el DNI a los hombres. Curiosamente, las mujeres pasan sin necesidad de identificarse. Con una lista en la mano, dos funcionarios van llamando a las visitas autorizadas.

Rabadán tiene gripe y está pálido.

Es menudo y sonríe.

Su vida en prisión se ha traducido en tres intentos de fuga, uno de suicidio, una condena extra de año y medio y 5.000 euros de multa por enviar, en 2004, una carta con amenazas a una enfermera de prisiones, la escritura de dos novelas (la primera, Historias de la cárcel, publicada en 1994; la segunda, Cursillo Devi, saldrá el próximo otoño), varias exposiciones con sus dibujos (reflejo del mundo gótico de sus fantasmas), un romance que acabó en boda con una voluntaria de prisiones y ahora el guión de una película sobre su vida. Una reconstrucción personal que, según el director del filme, Bonaventura Durall, convierte a Rabadán en un preso excepcional.

Un caso "excepcional" también según su abogado, Jesús Gutiérrez.

"Una vergüenza", asegura. "Probablemente estamos ante uno de los presos que llevan más años sin salir de la cárcel de toda España, ni un solo permiso en 14 años, y nadie sabe explicar bien por qué".

Los diagnósticos cruzados de médicos peritos son el principal escollo en el caso. Según la Fiscalía de la Audiencia de Barcelona, el parricida presenta "un alto riesgo de conducta violenta en el futuro". Se remiten a "los últimos informes".

Alto riesgo que niegan los médicos que le han atendido de forma continuada. Una psquiatra de prisiones que lo trató durante tres años, y que no quiere revelar su nombre, es rotunda:

"No tiene ninguna enfermedad mental. Está curado. Es tan peligroso como tú o como yo".

El 6 de febrero de 1994, Andrés Rabadán mató a Marcial Rabadán con tres flechas de una ballesta marca Star Fire II. Vivían solos.

La madre, Matilde Escobar, se había ahorcado en 1982 en su habitación. Sus dos hermanos mayores se habían ido de casa y él pasaba mucho tiempo solo.

Padre e hijo habían terminado de comer, y mientras el padre preparaba dos vasos de leche, discutieron. El hijo, de 20 años, se encaminó entonces a su habitación.

Allí estaba el arma medieval que se había comprado por Reyes. En el juicio, Andrés Rabadán declaró que quería a su padre y que le mató sin saber lo que hacía.

Que oía voces y que las voces lo guiaban. Cuando vio que le había reventado la cabeza con la primera flecha, le disparó dos más, esta vez conscientemente.

En su declaración explicó que lo remató para que no sufriera. Luego le quitó una de las flechas, le puso una almohada en la cabeza y lo abrazó.

Así permaneció quince minutos, hasta que su padre murió. Entonces cogió su ciclomotor y se entregó a la policía de Palafolls

El joven los llevó a su casa, y allí esperó hasta la llegada la Guardia Civil mientras les hablaba de las clases del instituto y de su novia.

La casa sigue en pie en el cruce de Sant Genis y la Nacional-II. El paisaje apenas ha cambiado en estos 14 años.

Es una casa de dos pisos, con un huerto detrás y unos camiones aparcados en la puerta.

Martín Rabadán era paleta en la zona y solía llevar a su hijo pequeño a las obras en las que trabajaba.

Un mes antes de matar a su padre, Andrés Rabadán hizo descarrilar tres trenes de cercanías.

Los titulares de los periódicos hablaban de "la vía del miedo" al referirse a los descarrilamientos.

Un sabotaje profesional contra Renfe que no causó heridos, pero que podía haber sido mortal para cientos de pasajeros.

Entonces todo el mundo era su enemigo, y, subido a la torre de telecomunicaciones de Sant Genis, el chico pasaba las tardes maldiciendo su existencia.

"Yo he perdonado a mi hermano", dice Mari Carmen Rabadán.

"Y he rezado para que Dios lo perdone.

Ahora sólo falta que lo perdonen los demás".

La hija mayor ha tardado 14 años en hablar del asesinato de su padre.

Ha sido peluquera, pero ahora trabaja como comercial en Palafolls. Tiene dos hijos.

"De lo del abuelo se enteraron en el colegio.

Todo fue horrible".

Es una mujer atractiva, con una expresión dura en la cara, pero con unos ojos negros en los que se reflejan las luces de la cafetería donde intenta explicarse.

Sentada, con las manos debajo de los muslos, confiesa que le pone muy nerviosa hablar de su familia.

Ella fue la última persona en ver a su hermano antes del suceso, y de alguna manera se culpa por no haber detectado el grave trastorno que sufría. "Era un chico muy solitario, odiaba a todo el mundo porque se sentía rechazado. Mi padre lo obligaba a trabajar, él llegaba por las noches y se ponía a estudiar porque quería hacer otras cosas. Pobrecito. Cuando mi madre se suicidó, ni lloró.

En cambio, se emocionó el día que le regalamos un microscopio. Yo le decía que la mama se había ido al cielo, y él me replicaba que no, que se había colgado. No se expresaba, lo llevaba todo dentro. Y yo no supe ver que acumulaba tanto dolor".

"Vivir con mi padre era un calvario", continúa Mari Carmen Rabadán. "Yo me fui porque no lo soportaba más.

Y lo dejé sólo con Andrés, que para mí era como un hijo porque, cuando mi madre murió, yo me hice cargo de él. Sé que mi hermano hizo algo terrible. Pero es mi hermano y le quiero. Para mí es inocente.

Era un crío desquiciado y harto, que de los 8 a los 18 años sólo sufrió. Yo sólo quiero que salga de la cárcel y que le dejen ser la persona que no ha podido ser.

Ha cambiado mucho en la cárcel. Ha pasado de estar abatido y deprimido a estar fuerte y bien. Sinceramente, lo admiro. Es muy inteligente, y haré cualquier cosa por ayudarlo a salir. No entiendo por qué está donde está".

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